¿Qué pasa en
una familia cuando hay problemas mentales?
Por
Alejandra Zina Escritora. Entre Sus Libros Destacan “barajas” Y “LO Que Se
Pierde”.
Delirios y
dolores de una madre. Un registro del mundo que se torna incomprensible para
los otros genera situaciones de pesar y de tensión. Una escritora comparte la
historia que sufrió su mamá, que incluye la sorpresa ante la enfermedad, el
desánimo, una cierta lógica insidiosa de algunos conocidos. Y subraya el valor
del acompañamiento signado por el afecto, más allá del trastorno.
Imagen
Recuerdos
gratos. Alejandra, junto a una foto en la que está con su mamá, muchos años
atrás, cuando todo era tranquilidad. Su gato, Peckinpah, observa./ LEO VACA
Clarín –
Sociedad - Mundos íntimos, salud 20/10/12
Muchas veces
me pregunté si existía un día en que alguien enloquece, pierde la cabeza, se
trastorna. Si se trata de un estado de shock que permanece y atrofia o si es
como una guerra o una revolución que se viene gestando con hechos invisibles
durante años. ¿Cuándo empieza todo?
Cuándo
empieza para mí.
Una noche
cálida del 93, verano o principios del otoño. Mis amigos y yo andábamos por los
18 años. Esa noche estábamos bailando en la terraza de una casa donde no
faltaba nada, ni siquiera la complicidad de los viejos que se iban y nos
dejaban solos hasta tarde. Me gustaría acordarme qué temas estaban sonando, ¿
Tráfico por Katmandú ? ¿ Ala delta ? ¿ Mi perro dinamita ?
Corrían las
primeras botellas, los primeros puchos, los primeros besos. Hasta que algo se
detuvo y no fue la música, sino yo misma adentro de la música, como si una
cámara me hubiese congelado mientras los demás seguían bailando, tomando,
fumando. Era la dueña de casa gritando mi nombre desde la escalera: que bajara,
tenía teléfono.
Adiviné que
había pasado algo antes de atender. De otro modo, mi hermana no me hubiese
llamado. Me hablaba con frases entrecortadas, le temblaba la voz, yo no
entendía nada y ella tampoco, pero trataba de explicarme: se repetía, gemía,
bajaba el volumen . Cuando corté, la fiesta era algo que había pasado hacía
mucho tiempo.
Llegué a mi
casa en un auto prestado. Entré, vi, volví a salir y les pedí a mis amigos que
se fueran. Creo que no llegué a contarles lo que había visto adentro. No había
sido un robo, ni un accidente, ni las tragedias que uno se imagina en mitad de
la noche.
Tardé años
en pedirles que se quedaran , para cuando lo hice ya había estado demasiadas
veces sola.
Adentro, mi
hermana me esperaba acurrucada en el sillón del living, los ojos aterrados,
como si hubiese visto un monstruo, mientras mamá, los ojos fanatizados , nos
hablaba de un mundo peligroso y apocalíptico con espías siniestros que
conspiraban del otro lado de la pared. Empezó esa noche. O empezó la mañana en
que mamá decidió quedarse en la cama y no salir por meses. O quizás mucho
antes, cuando yo le hablaba y ella no me miraba a mí , sino un punto que no era
ningún objeto del ambiente en donde estábamos. Como los gatos, que miran hacia
una pared pero en realidad están mirando algo que no sabemos qué es.
Cuando nos
dimos cuenta de que la cosa empeoraba, fuimos a revisarle la agenda. De ahí
sacamos varios teléfonos: su psicóloga, su abogado, sus pocas amigas,
compañeras de trabajo.
A
escondidas, llamamos a uno por uno.
Con algunos
llegamos a encontrarnos. Queríamos hablar con todos los que la conocían, contar
sus delirios y provocar alarma, escuchar explicaciones, seguir instrucciones,
atajar el naufragio que se venía. Pero no recibimos nada de eso. Mi mamá hacía
tiempo que se había alejado y ellos no la conocían tanto como creíamos.
Además, la
locura daba miedo. No la locura del que puede volver, sino la locura del que
nada hasta lo hondo y se ahoga. Del miedo me fui dando cuenta de a poco.
Primero vi el de los demás, después el propio.
El miedo de
mis abuelas, tíos, padre, vecinos, conocidos, se nos vino encima como una ola
de ataques, excusas y silencios .
Todas las
adolescentes creen que su casa es un infierno. Será que las chicas se quieren
quedar con los bienes, por eso la internan. Ella siempre fue así de nerviosa.
La señora no me quiso abrir la puerta. Tu mamá nunca las cuidó muy bien que
digamos . Los hijos tienen que hacerse cargo de los padres, es la ley de la
vida. En una esquina, la locura. En la otra, el miedo.
Para bien y
para mal, mi hermana y yo nos endurecimos. Si queríamos sobrevivir, teníamos
que salir guerreras. Y cuando no era contra los otros, era entre nosotras.
Varias veces nos amenazamos mutuamente con abandonar todo y desaparecer , pero
nunca nos animamos, salvo cortas temporadas.
Después de
la ronda de llamados, vino la consulta con un psicólogo, la primera de una
larga lista de tratamientos, citas, internaciones y denuncias. Me los fui
olvidando, pero en una época me sabía nombres y apellidos de memoria: Outes,
Toranzo, Milius, Ferrazano, la hermana Teodora, Mari, Vidiella, Tenaglia, como
la formación de un equipo de fútbol. Médicos, psicólogos, psiquiatras,
oficiales de justicia, secretarias, enfermeros, monjas, a todos los recordaba
por si pasaba algo . Como si así pudiera repartir mejor las responsabilidades.
O como una memoria de esa larga procesión clínica, de quiénes la vieron,
quiénes diagnosticaron, quiénes la medicaron.
Una sola vez
estuvo en el Moyano. Fueron pocos días, un tránsito obligado después de la
intervención de un juzgado y la policía. Internación compulsiva le dicen,
cuando el enfermo no quiere atenderse y hay que llevarlo a la fuerza.
Me acuerdo
del olor penetrante de la lavandina con la que limpiaban el piso de la guardia
y del jardín que debía atravesar para llegar al edificio del fondo. Cuando
pasaba caminando, varias mujeres de distintas edades se me acercaban en una
corrida torpe, balbuceando esa lengua patinosa del dopado , para preguntarme si
había traído ropa y zapatos. Yo no las dejaba acercarse tanto, solo negaba con
la cabeza y trataba de avanzar sin mirar las bocas desdentadas, los pies
descalzos, las rigideces de la cara. Mi mamá la pasaba mejor, además sus
compañeras en la guardia fueron amables con ella. Le cebaban mate y estaban
pendientes de que no se retrajera. Cuando la trasladamos del Moyano a una
clínica privada, volví. Había juntado en una bolsa ropa y zapatos de su placard
y del mío.
Estuvimos
varios años vaciando placares y cajones , sacando bolsas de basura, donando al
Cottolengo Don Orione, vendiendo al mercado de pulgas, regalando a nuestros
amigos. Cuando pusimos en venta la casa donde me crié, contratamos un container
para meter todo lo que íbamos tirando, desde bicicletas oxidadas hasta las
enormes ramas del gomero. Los vecinos se acercaron, primero se asomaron al
container, después empezaron a llevarse cosas. Los veía a cada uno irse con
algo. Como si la casa fuese un animal muerto al que destripan otros animales.
Tuve que
aprender a vender y comprar inmuebles, sacar plazos fijos, pasar cuentas a mi
nombre, discutir con bancarios, escribanos y contadores, denunciar a los que
querían estafarnos. Mi papá me asesoraba o me acompañaba personalmente, estando
con él me hacía respetar, además zorro viejo huele la trampa . De plata y
papeles podíamos hablar. Lo demás era complicado. Mi mamá hacía años que había
dejado de ser su esposa, ahora era una extraña para él y para nosotras también.
Hay familias signadas por la enfermedad. En la mía, los trastornos mentales
bajan y suben por el árbol genealógico.
Yo misma
pasé por ataques de pánico, temblores, canas prematuras, bajada y subida de
peso, insomnio, crisis nerviosas. Después, mucho después, me fueron llegando
las palabras. Y me fui contando una historia que me ayudara a saber contra qué
enloqueció ella.
Mi mamá
nació en 1945, hija de inmigrantes pobres, venidos de Galicia y Andalucía a
mediados de los años 30. Mi abuela, mucama de una familia acomodada, conoció a
mi abuelo en su lugar de trabajo. Yo solo lo vi en una foto carnet, me dijeron
que se pegó un tiro el año que nací. Él era cadete de Gath & Chaves y
parece que le tocó llevar un pedido a la casa en donde trabajaba su futura
mujer. Así empezaron. Ellos y sus cinco hijos vivieron apretados en pensiones
de mala muerte hasta que pudieron mudarse a una casaquinta de La Reja. Desde
allá venía mi abuelo a comprar fruta y verdura en el viejo Mercado del Abasto
para luego revender a los comercios de la zona oeste. Pero la historia familiar
está llena de agujeros , secretos, hechos confusos. Lo que sí se sabe, sin
mucho detalle, es de la pobreza que les tocó vivir, la muerte trágica de un
hijo en las vías del tren, el internado religioso donde estuvieron pupilas mi
mamá y mi tía, las relaciones extramatrimoniales de mi abuelo y su suicidio.
Mi mamá y su
hermana mayor eran las que más deseaban irse de allá. Estudiar, trabajar,
alquilar un departamento en Capital y más tarde formar una familia distinta a
la suya . Y lo hicieron. Tuvieron marido, hijos o mascotas, casa y carrera. Así
pasaron de la estrechez a una holgada clase media. Consiguieron mucho y, sin
embargo, no fue suficiente.
Mi tía murió
de cáncer y mi mamá enloqueció .
¿Habrá sido
contra este pasado o contra lo que siguió? El divorcio, la nueva vida de su ex
marido, el cansancio de criar a dos hijas, la vejez, la soledad, la falta de
trabajo, la poca plata, que todo vuelva al mismo lugar en dónde empezó.
Pobreza,
culpa, separaciones, vejez. Entonces a cualquiera le puede pasar. Sí. No. Tal
vez. Por las dudas, preguntármelo era una forma desesperada de prevenir, no
fuera cosa que yo también. No fuera cosa que esa herencia maldita , como la
catalepsia, se despertara en mí o me enterrara viva. Un terapeuta me dijo una
vez que me quedara tranquila, que a mí no iba a pasar.
Hace dos
años la llevamos a un geriátrico en Mercedes, provincia de Buenos Aires, donde
hay arroyo, campo y vacas que ella no puede ver porque cuando la visitamos nos
quedamos en la ciudad. El lugar es tranquilo y en el fondo hay gallinas, como
las que tenían en la casaquinta de La Reja. No me sale la palabra agradable
para un geriátrico , pero es amplio, luminoso y económico. En Capital cuestan
una fortuna y son una caja de zapatos, oscura, cuando no sucia, y deprimente.
Voy y vuelvo
en el día, y es más el tiempo que estoy viajando en el Sarmiento o el 57 que
las horas que comparto con ella. La paso a buscar en un taxi, vamos a la
consulta médica y después la llevo a La Recova, un bar enfrente de la plaza
principal.
Mi mamá
siempre pide lo mismo : té con leche y tres alfajorcitos de maicena. Le cuento
algunas cosas de mi vida, ella me da consejos sobre mi salud, me pasa recetas
de cocina, lee lo que escribo. Me entrega notas en las que dispone cuáles van a
ser nuestros regalos de cumpleaños o de Navidad.
Pienso en
cómo se dan las cosas. Ella que quiso dejar la provincia para ir a la gran
ciudad vuelve a la vida provinciana, ella que se imaginaba como una profesional
exitosa a los 50 está encerrada en un geriátrico con mujeres y hombres que le
llevan 20 y 30 años, achacados pero longevos, que le cuentan sus vidas de
pueblo. Con los viejos siempre hizo buenas migas.
Hubo
mejoras, retrocesos y mesetas, pero nada volvió a ser como antes. Sus palabras
cambiaron, su cara cambió, su pelo, sus ojos, su piel suave, ahora escamosa por
la medicación y la edad, su cuerpo, sus hábitos; lo único que quedó inalterable
fue su voz . Su voz y su olor. La misma voz y el mismo olor que yo iba a buscar
en las noches de miedo, cuando me sentaba en su falda y me contaba otras
historias. Historias hermosas.
Perder el código en común
Por Daniel
Ulanovsky Sack Dulanovsky@clarin.com
20/10/12
La locura
(nos) da miedo. No por lo que pueda hacer la persona en trance de delirio sino
porque obliga a pensarnos, a evaluarnos. Las familias y las rutinas se mecen en
un equilibrio sensible y el impacto de alguien que actúa como no debiera,
resulta devastador. Porque pone en juego la relación entre afecto y libertad:
¿hasta dónde cuidar al otro y entender que tiene problemas? ¿Cuándo la persona
que cuida empieza a descuidarse a sí misma , hecho que implica también una
injusticia?
Y están las
creencias sociales. ¿El loco está loco o tiene apenas incapacidad para aceptar
convenciones que nos molestan y paga más por su discurso de quiebre de lo
cotidiano que por su intrínseco trastorno?
Ningún caso
es igual pero sí es cierto que el desorden mental avergüenza. Esa sensación no la
provoca el cáncer o la diabetes, sí a lo mejor la esquizofrenia. ¿Cuál es la
diferencia? ¿Será que la falta de certeza sobre el origen de la enfermedad
mental tiende a generar culpa?
A menudo se
supone tácitamente que una persona es loca por su falta de voluntad porque,
¿qué le cuesta darse cuenta de lo obvio? Es curiosa esta manera de pensar: en
otros casos –con mucha más seguridad sobre la causa de la enfermedad– el perdón
social parece mayor.
Si alguien
padece cáncer de pulmón por haber fumado descomunalmente, es percibido como una
persona adicta a la nicotina y no se lo llega a ver tan responsable como al
loco.
Una vez más,
¿cuál es la diferencia? ¿Será que el delirante perdió el código común ? La idea
de que uno habla y el otro comprende es la base de la convivencia. Cuando no
hay capacidad de ingresar al mundo del que está al lado, conversar en
profundidad con la persona querida, la relación pasa a ser un recuerdo
sustentado en el amor, ya sin capacidad de crecer. Cabe el contacto, la piel,
la nostalgia pero la emoción de escuchar y ser escuchado desaparece. Y vaya que
es difícil acostumbrarse a esa sensación: lo que fue, ya no es.